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Procrastinar es el hábito de posponer las actividades importantes para dedicar el tiempo a tareas más entretenidas, pero menos relevantes. Hasta no hace muchos años, procrastinación era una palabra que no conocía casi nadie fuera del ámbito de la psicología y otras disciplinas dedicadas a estudiar el comportamiento humano. En los últimos años, sin embargo, se ha difundido a gran velocidad. Tal vez porque la vida moderna, tan cargada de distracciones y estímulos nuevos, nos hace cada vez más procrastinadores.
Es necesario tener en cuenta que, según diversos estudios, el 20% de los adultos se autoperciben como procrastinadores crónicos, porcentaje que aumenta hasta el 50% en la población estudiantil. A tal punto que muchos trabajos aluden al llamado “síndrome del estudiante”: la tendencia a comenzar las tareas lo más tarde posible, tras desperdiciar mucho tiempo en el comienzo del plazo asignado, y llegar a la fecha límite sometido a elevados niveles de estrés.
Si bien no es un trastorno, los niveles elevados de procrastinación se asocian con problemas más importantes, como un aumento en el estrés y la ansiedad, bajo rendimiento escolar y laboral y el empeoramiento de algunas enfermedades. Así lo explica, por ejemplo, un artículo publicado en 2013 por investigadores canadienses. De acuerdo con los autores de este trabajo, además, las causas no hay que buscarlas tanto en la pereza o en la mala gestión del tiempo. Al contrario, su origen radica en problemas para la regulación de las emociones. “La procrastinación tiene mucho que ver con la reparación del estado de ánimo en el corto plazo”, explica el texto. Por ello, se trata de un proceso irracional, dado que la prioridad de sentirse bien en el momento presente se impone por sobre las consecuencias negativas que – la propia persona lo sabe – deberá asumir su yo futuro.
Científicos alemanes, en 2018, descubrieron que el origen de la procrastinación podría hallarse en unas conexiones cerebrales débiles. Tras escanear los cerebros de 264 personas a las que también encuestaron acerca de sus hábitos dilatorios, llegaron a la conclusión de que los procrastinadores tienen más grande la amígdala, una estructura cerebral que procesa las emociones y controla la motivación. Según este trabajo, estas personas tienen mayores dificultades para eludir las emociones y distracciones, y debido a eso posponen su actividad. Todo lo cual viene a corroborar la idea de que no se trata de desgana ni de desorden en el manejo del tiempo: la clave de la procrastinación se halla en el control de las emociones.
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